viernes, 23 de septiembre de 2011

Mi texto para Proyecto RED #8 multimedia y reloaded: "Buenos Aires (y Berlín) viceversa"


Lena Szankay
 Lena Szankay


La primera fotografía fue de un exterior. Su autor fue Joseph Niepce, y la fecha 1826. Una breve visión a través de la ventana de la casa de campo del litógrafo francés, revela fragmentos de arquitectura y una entrada. Así, la fotografía tuvo su debut documentando un mínimo segmento del espacio entre público y privado de los suburbios de Varennes, Francia.
Doce años después,  Louis Daguerre, ex socio de Niepce, produce lo que puede considerarse la primera imagen fotográfica de una ciudad y la primera donde aparece un  ser humano. La ciudad era París, más precisamente el Boulevard Du Temple, y los personajes eran un lustrabotas y su eventual cliente. Con la intuición de los recién nacidos, de los que llegan al mundo tanteando a oscuras hasta encontrar su posición de largada, pareciera ser que la Fotografía dio sus primeros pasos documentando arquitecturas, ciudades y gente. Dos primeras imágenes que encajan a la perfección en este supuesto.
Hoy, en Buenos Aires, algunas muestras fotográficas repiten el gesto: el alma de una ciudad, la impronta de su historia y sus avatares, las caras y los momentos de su gente, escombros, herramientas, carteles publicitarios, monumentos. Todo eso. Y algunos cruces.
Berlín. Buenos Aires. Pero también Mar del Plata o Carhué.
La foto como registro de vida. Otras veces, ese registro aparece subjetivizado por la mirada y la decisión del artista, que lo convierten así en mirada única. En Arte, por ejemplo.
Berlín, la muestra que habla de la ciudad homónima, en tres momentos distintos. 1989 y los escombros del Muro. Grandes espacios urbanos desolados, el fantasma de la Stasi y la melancolía de una ciudad de paredes grises y empalizadas solitarias.  Flota un algo de Las alas del deseo, lo cual no es casual: la fotógrafa Lena Szankay decidió irse al Berlín de sus ancestros luego de ver esta película, en el ex Cine Arte de Diagonal Norte y Lavalle. 
Pero en 1997 estallaron el amor, la piel y los colores, y la mirada de Szankay se posó en el Love Parade de una Berlín que decidió creer en la libertad y el amor, aves imposibles de enjaular, cosa que queda certeramente reflejada en el tercer momento de la muestra, donde el trabajo de Paco Savio se suma al de Szankay: imágenes de poética fría revelan rastros y huellas, utensilios, esquinas y fotos callejeras de Lady Gaga, pero son imágenes que generan la pregunta de los pájaros de Hiroshima. Cristina Civale, la ideóloga que quiso (y logró) contarnos esta buena historia alemana en pleno barrio de La Boca y  hospedada en P.O.P.A. espacio de arte, tal vez tenga la respuesta.
Pero si tenemos dos miradas argentinas posadas sobre Berlín, también encontramos una mirada alemana registrando Buenos Aires, en un pasado algo menos reciente que el elegido por Civale. En la muestra de la colección Rabobank exhibida en el MAMba, Grete Stern nos devuelve imágenes de la Reina del Plata, allá por los ’40 y ’50. La acompañan análogas capturas de su pareja Horacio Coppola, pero también de Juan Di Sandro, Sara Facio, Gabriel Díaz y otros del ayer y del ahora. Desde 1920 en adelante, vemos el perfil de una ciudad en consolidación, con polos modernos hiperurbanizados junto a otros aún pueblerinos. Un Obelisco recién estrenado, los neones de la Corrientes de Sofía Bozán o las hausmmanianas arquitecturas del centro porteño; pero también el paisaje más reciente, con las polarizaciones de hoy día, donde el blindex suplanta a las molduras de yeso y la chapa boquense se convierte en arquitecturas de cartón bajo las autopistas.
El ojo del fotógrafo se expande y desborda los límites de la urbe porteña, con lo cual la captura amplifica el campo de operaciones y también de resonancias. Más lugares, más arquitecturas, más monumentos, más personas. Pueden ser Goldenstein y sus turistas marplatenses en torno al icónico lobo marino, puede ser Pastorino registrando un pueblito bonaerense entero, en panorámica, o los retratos huérfanos vueltos a retratar en un campo de girasoles por Florencia Blanco. Todo se une en una masa compuesta de ingredientes heterogéneos, diversos y personales, hasta opuestos histórica y geográficamente, pero que, afinando el oído, susurran idéntico chisme sobre vidas y sueños del otro. Y propios.
Última parada: Centro Cultural Recoleta. Muestra del XII Concurso Fotográfico Gente de mi ciudad. Se olisquea ya la mirada contemporánea de estos noveles, que saben y sienten que la patente de un auto en una noche de lluvia, la mano en la cintura de un obrero paraguayo o el cumple de quince de cualquier nena de barrio más o menos popular, representa un mar de oportunidades. Por donde pasa la cosa y capturarlo, inventarlo, darle el sello. Encontrar la aguja en el pajar de nuestras vidas urbanas apiladas, y también de esas pilas de materiales en que habitamos, siempre buscando el sentido.
Por eso, no sorprende la imagen ganadora del primer premio de este concurso: un grupo de chicas preadolescentes en Plaza Serrano, chicas de barrio periférico y pobre, arremolinadas y divertidas y desplegando acting para la ocasión. En medio del corro, alma de la foto, la indiscutida princesa del grupo, erguida y desafiante. Segura de su belleza, de su distinción natural, de su personalidad fuerte por sobre la de sus compañeras.
Detrás, las rejas que cierran la plaza.


 Horacio Coppola

 Gabriel Díaz

Lucía Galli Mainini 

domingo, 18 de septiembre de 2011

Mi texto del #13 de SAUNA Revista de arte: "Mapa de las sombras", sobre la muestra de Claudia Fontes en la galería Ignacio Liprandi

MAPA DE LAS SOMBRAS
Fragilidad, fortaleza y trips visuales en un bosque zen





Ser es ser percibido, dijo George Berkeley hace trescientos años, sentando las bases del Idealismo Subjetivo. Hoy, siglos después y en el marco del arte contemporáneo, esta y otras disquisiciones constituyen la matriz filosófica a la que obedece la exposición de Claudia Fontes en la galería Ignacio Liprandi.
Partiendo del título “El sonido del árbol caído”, hasta los varios pliegues conceptuales que contiene, la muestra se planta en un punto de partida filosófico cruzado por la metafísica, la desmaterialización, la combustión de ciertos elementos que van a ser así transmutados en otros, casi alquímicamente.
Pero hay mucho más que ideas y teorías. Artista-chamán, Fontes opera como el guía de una experiencia con ayahuasca: introduce delicadamente pero con firmeza en un mundo suprarreal. Y se queda al lado, tratando de que el viaje resulte lo más sutil pero revelador posible. Eso. Sutil. Esa es la palabra que mejor le cuadra a la obra de esta argentina radicada hace casi una década en Brighton, Inglaterra, que pintó, hizo escultura, escenografía de teatro, trekking, y ahora es asidua practicante de tai chi chuan.
Sutileza y un algo oriental. Paciente. Mesurado. Bello.
Aquí, el punto de partida de una idea, un ethos racional, no priva a la artista de desplegar poesía y clima a troche y moche. Lo sensitivo y lo perceptivo bailan perfectamente al compás de lo pergeñado por Fontes como concepto base. Puesta a jugar con los postulados empiristas de Berkeley mezclados con sutras del budismo mahayana, el bebedizo salido de esta coctelera no es un licor frío e insípido ni tampoco un efectista shot de tequila: es leche nutricia que expande la conciencia y alegra el corazón.
Piezas de pequeño formato envueltas impecablemente en hilo negro de coser. Ciervos, cuernos de ciervo, liebres y troncos de árbol  formando conjuntos rotos, desmembrados, diseminados por el piso, de parquet oscuro, que interviene inadecuadamente en la plena percepción de estas obras, aunque la invitación a perderse en el bosque de Fontes como los protagonistas de Blairwitch Project, sea mucho más fuerte que esta interrupción, y que las otras que se repiten en el centenario semipiso donde funciona la galería. Es que el magnífico edificio de La Inmobiliaria, obra de Luis Broggi, más allá de su fascinación esencial y de la decisión de la artista de asumir el espacio tal cual es y fundir las obras con el entorno, no deja de verse como un departamento antiguo segmentado por habitaciones, molduras, ventanas (bloqueadas para esta ocasión), puertas y pisos alejados de lo neutro.
No obstante, la apuesta artística es fuerte y efectiva. Y las cuentas cierran.
En el hall de entrada, la mínima figurita de un ciervo negro está parada en el piso damero. Clavada en la pared contigua, su cornamenta característica se descompone matéricamente en hilos negros que cuelgan sueltos pero a la vez conectan con su fuente de procedencia. Al lado, la cornamenta aparece otra vez pero representada bidimensionalmente en un pañuelo bordado. La ramificación barroca de esta maraña de cuernos parece la burla o el antecedente de la otra. Pérdida y recomposición. En exceso, como las puñaladas de un crimen pasional.
Mapa es el nombre de la instalación que ocupa la primera sala, trascendido el hall de entrada. Y la topografía que despliega es la del misterio en nuestra relación con la Naturaleza, eje éste que resulta constante en toda la muestra. Mapa ofrece un cúmulo de ramas y una liebre muerta como goteo directo del dibujo que los enlaza a la pared, donde encontramos la representación de un tronco de árbol en horizontal que, a primera vista, parece dibujado con grafito pero que, luego, siguiendo el rastro que chorrea por los zócalos, se hace evidente que se trata de más hilo negro. El tronco destila su esencia y ésta cubre, vuelta sobre vuelta, las figuras del piso; en un abrazo cuántico que une Todo con Todos, deviniendo en lo mismo.
Contigua se encuentra Montaña, la obra más enigmática y cargada de toda la muestra. Una especie de torre de palitos chinos (finísimas varas de madera de pino) que forman un entramado singular de metro y medio de alto. Está coronada por una frase que fue, en realidad, el disparador primero de la pieza en la cabeza de la artista: “El momento del derrumbe revela puntos claves de la construcción”. Un aire de amenaza natural y de catástrofe cultural emana de la obra, sobre todo de su enigmática sombra sobre la pared: dos proyectores la bañan con sus círculos de luz blanca dándole un efecto teatral poderoso. La construcción tiene algo de vías de tren de montaña, un guiño de ingeniería civil enfrentada a la fuerza de la Naturaleza y del destino.
Las mágicas sombras proyectadas sobre el muro llevan a un estado propicio para liberar lastres conscientes; la poesía que emana es envolvente y casi brujeril. Un mantra. No nos importaría caernos desde la cima de la civilización si la recompensa es fundirnos en esa sombra ancestral, formar parte de ella.
En Training, el contrapunto de una tímida figurita de porcelana blanca, arrumbada en un rincón de la sala, frente el protagonismo de un video proyectado sobre la pared nos cambia el estado: pasamos de la contemplación y la entrega a la búsqueda, la acción. Del mantra de Montaña a la inserción en el momento presente pero, no confundirse, la lección continúa: ahora se trata de ceder el control, de confiar en el curso del río, nos lleve donde nos lleve.
El video registra alguien que corre en medio de un bosque detrás de un galgo, al que vemos varias veces detenerse, esperar, observar al que lo sigue. Luego la situación cambia y la cámara queda montada sobre el cuerpo del animal, por lo cual si ya antes las imágenes estaban rotas, ahora son absolutamente irracionales. Los miles de verdes del bosque de Brighton, los marrones de sus maderas y del mismo pelaje del perro se transforman en una especie de haiku en imágenes de rompecabezas. Precioso caos, la sensación es parecida a la de rodar por una explanada barranca abajo, el cielo y la tierra reducidos a fragmentos verdes y azules.
Nada es casual, una hora después de ver Training, me encontraba en el cine ante las experimentaciones en súper 8 de Claudio Caldini en la película de Di Tella, Hachazos.
El eco de una inundó al otro, y la vivencia de la muestra de Fontes no hizo sino coagular, reconcentrando el valor de sus ingredientes y amplificando la intensidad de los sabores, como una deliciosa comida el día después.



La muestra “El sonido del árbol caído”, puede verse hasta el 22 de septiembre en la galería Ignacio Liprandi arte contemporáneo, Avenida de Mayo 1480 3ro. Izquierda, CABA, de lunes a viernes de 11 a 20hs y los sábados con cita previa.



Fotos por MARIANO SOTO

domingo, 11 de septiembre de 2011

domingo, 4 de septiembre de 2011

Mi primera nota de colaboración para Juanele AR: "Gracias a Madonna": Los años 80 revisitados en el Museo del Traje

Enlace directo a la nota:


Madonna, unisex, Japón, chicos sexy y chicas que toman decisiones. Mientras el mundo cambiaba, una generación se quería vestir distinto. El Museo del Traje exhibe una selección de la época y Mariano Soto, de Sauna, cuenta sus observaciones.




-Gracias a Madonna que se le ocurrió ponerse esa malla fucsia con calentadores para su video “Hung up”, ahora tenemos que soportar esto… -fue lo que dijo una de las invitadas a la reunión en la que me encontraba hace un par de años, en casa de unos amigos. Y todo porque se estaba hablando del “revival” de la moda de los ’80 que empezó a despuntar a mitad de la década pasada.  Y que, obviamente, no resultaba muy de su agrado…

Cosas de la Moda, es lo primero que se piensa. De la Moda y sus ciclos de repetición y copia. Aunque, jugando con la última de Kiarostami, también podría decirse que no se trata de una “copia certificada”. Estos “neo ´80” son un jugueteo, una reformulación, una imitación-homenaje, pero cuyos convexos encajan debidamente con los cóncavos del hoy contemporáneo. Parecido pero no igual.
¿Dónde están, entonces, los verdaderos exponentes del vestir de los eighties?
Además de –seguro- en algunos placares y baúles de barrio, en una muestra de museo. Una sala del Museo Nacional de la Historia del Traje es quien exhibe hoy una pincelada de lo que fue la moda en aquellos años. Con prendas auténticas que van desde 1982 hasta principios de los ´90, la exposición se plantea sobre dos ejes: las marcas más corrientes y los diseñadores. Un fresco y optimista streetwear y un pret-a-porter ostentoso nos cuentan la historia de la estética predominante en aquellos años. O estéticas, vale mejor el plural, ya que, posmodernidad mediante, fueron varias las tendencias y looks que convivieron en un mismo momento: lo deportivo, lo minimal, lo sensual y elegante, lo estridente con ecos punkie, lo negro del diseño japonés. Todo junto.
Los dos ejes del guión de la muestra dividen la sala en dos hemisferios: de un lado, remerones largos con fuseauxs, hombreras en la escala digna de un jugador de football americano, pantalones chupines y colores chillones audazmente combinados, conforman el vistazo general del más puro estilo calle de aquel momento. El cómo se vestía la mayoría.
Enfrente, desde un vestido de noche de Piazza hasta un conjunto de cuero con tachas, pasando por marcas como Armani, Versace y Dolce & Gabanna, demuestran que la exageración morfológica y cromática no era privativa a la ropa de menor costo.
Además hay un detalle no menor: toda la ropa masculina que se exhibe en esta muestra perteneció al artista y mecenas Federico Klemm, y fue donada al museo tras su muerte. Coloridos pantalones con estampados de estilo Pucci, conjuntos de gruesas rayas y chaquetas color oro muestran un poco el lado más radical de esta moda, de la mano de un personaje de la talla de Klemm. Aunque sólo hace falta hacer un poco de memoria, documento en mano, para recordar que los colores pastel, los estampados estridentes y las formas disparatadas las usaban hasta los adolescentes sanisidrenses.
Los ´80 fueron tiempos de optimismo y hedonismo globales. Como hoy son globales la incertidumbre social y la crisis económica. Nada casual entonces que las formas que dibujaban las prendas sobre los cuerpos fueran exageradas, grandilocuentes, con síndrome de nuevo rico. Todo apuntaba a mostrar poder adquisitivo, personalidad, sexualidad activa, buen estado físico. Una mujer con hombrerotas que podía mandar y ganar tanto dinero como un hombre, y un hombre que podía mostrarse como un objeto bello y sexy a la par de la mujer. Eso de que “la Moda es cosa de mujeres”, creación cultural del código social burgués del siglo XIX, empezó a quebrarse a mediados del siglo XX, se partió en dos a fines de los ´60 y se hundió como el Titanic en los ´80. Chau renuncia masculina. Chau señores sempiternamente de gris, marrón y negro. Chau aquello de que el hombre es como el oso. Hombres sensuales y objetizados y mujeres independientes y sexualizadas plantaron sus reales tres décadas atrás. Fiel reflejo y metáfora, como siempre, de lo que corre bajo la superficie en la sociedad, la moda y la indumentaria de la época mostraron formas ampulosas, texturas sensuales, aires deportivos y colores alegres y optimistas. Y el consumismo enfocado a realzar la imagen, a estimular la vanidad, a ponerse las plumas del pavo real.
Lejos, lejísimos ya las chicas de vincha y remerón grafiteado de sus madres y abuelas de polleras plato y saquitos tween set, un innegable aire unisex recorre toda la estética de la década. Lo que en los ´70 empezó siendo manifiesto pos hippie, en los ´80 se tornó realidad cotidiana.
Mujeres masculinizadas, hombres feminizados, dinero fácil y el fin de las utopías escribieron ese capítulo de la Historia. Lo que efectivamente fue y, también, lo que al final no fue tanto.
Un poco la pérdida de la inocencia, o el eco de algunos sueños rotos. Pero lo que queda está bueno: mucho aprendido y un conjuntito de Fiorucci en el Museo del Traje.
En treinta años sabremos por qué hoy nos calamos a fondo la capucha del buzo.