Arte y religión ayer y hoy: meditaciones en los claustros de los recoletos
por Mariano Soto
Suele sucederme que una cosa me lleve a otra, inesperada, sorpresivamente.
Cuando decidí visitar el museo de los Claustros del Pilar, en Recoleta, mi idea de base era empacharme de arte sacro, de imaginería católica del Buenos Aires colonial, de rastros de arquitectura jesuítica, cada vez más esquiva e irreconocible en nuestra ciudad.
Y lo hice, claro.
En los tres niveles que ocupa el museo, que fueron primero celdas provisorias de los monjes y más tarde, una vez construido el convento, depósitos de almacenaje y espacio de tránsito hacia el campanario y el púlpito de la iglesia; podemos encontrar no sólo las bóvedas de crucería, los vanos de las puertas con sillería “a la catalana” y los escalones de ladrillo originales, de altura irregular, construídos hacia 1730; si no también toda una artillería de imágenes religiosas pintadas, modeladas o talladas. Las distintas representaciones y advocaciones de la Virgen María -la Inmaculada Concepción, la Virgen del Carmen, la Dolorosa- la representación de Dios como “Padre Eterno”, la de Cristo Niño o Cristo Crucificado, las de santos y santas, saturan el lugar con el peso específico de su carga simbólica. Tallas policromadas o figuras “de vestir” (que eran las que llevaban pelo natural y trajes en telas riquísimas), pinturas sobre tabla, crucifijos; expresiones dulces, dramáticas, amenazantes, todo conforma un despliegue barroquista de movimiento, expresión y teatralidad.
Vale recordar que la iconografía cristiana tuvo, en su origen, un fin didáctico, ilustrativo…y admonitorio.
“La pintura puede ser para los iletrados lo mismo que la escritura para los que saben leer”, dijo el Papa Gregorio el Grande, hacia fines del siglo VI, para fundamentar su postura de permitir que se representase pictóricamente a los personajes y los hechos del Cristianismo. La función de las imágenes, entonces, fue la de educar al pueblo llano, analfabeto en su inmensa mayoría, en la flamante Fe Católica. Educarlo paternalistamente, claro. E intimidarlo, también.
Y evitar, vía esa intimidación, vía esas lecciones claramente impartidas, cualquier despunte de paganismo sensualista del reciente pasado romano.
Luego vino el Renacimiento y le dio a todo la medida de lo humano, del Hombre. Y a la cola la Reforma religiosa. A la cual España y Roma responden con la Contrarreforma y su principal vehículo de propaganda:
el Barroco.
Es así que el arte religioso del mundo católico romano se vistió con los dramáticos ropajes del Barroco para servir a sus propios fines.
Viendo ahora ante mis ojos todas esas imágenes impactantes, hiperexpresivas, de intensa gestualidad y vestidas con brocados y encajes dieciochescos, no puedo evitar pensar en el subyugamiento y la influencia que ejercerían sobre las mentes aldeanas de los porteños del 700, de todas las clases sociales.
Harían votos y promesas. Pedirían favores, protección y milagros. Aún en plena época del Iluminismo, pensé.
Pero fue entonces que realicé mi propio hallazgo milagroso, que caí en mi propio “éxtasis Santeresiano”. Frente a mi, un cartelito explicativo rezaba: “Arte Popular”. Una colección de cuatro bordados y ocho pinturas sobre vidrio; todos del siglo XIX; todos provenientes de España excepto uno, de origen napolitano, se desplegaba ante mí.
Fatalmente atraído, me acerqué a las piezas. A los bordados primero. Y noté que las caras y las manos de las figuras estaban recortadas de alguna lámina o estampita de corte dulzón y naturalista. Luego, el cuerpo y el resto de la ornamentación estaban bordados “por manos femeninas”, como aclara la ficha, en la devota España del 800. Maravilla, pensé.
Luego las pinturas sobre vidrio. Líneas simples, directamente infantiles, naïf; colores brillantes, saturados algunos; otros nimbados de brillos (con alguna suerte de purpurina decimonónica), se me aparecieron como imágenes de una contemporaneidad estética asombrosa, y llenas de frescura, además; carentes de la densa solemnidad que tiñe toda la iconografía católica.
El nomenclador –o cartel explicativo- decía también que este tipo de representación sacra de factura hogareña era muy común en siglos anteriores, entre la población rural de bajos recursos o las clases populares urbanas. Me invadió una ternura infinita.
Confieso que no estaba preparado para semejante fascinación. Para tal despliegue de significados. Tuve que leer varias veces el texto para asegurarme de que lo que estaba viendo no era una reformulación actual de la clásica temática religiosa. De que no era el producto de un artista ingenuo de hoy….o de un chico de primario. Pero claro, a pesar de que no lo era, este pensamiento me llevó por otro camino: más allá de la “contemporaneidad” de esas imágenes religiosas hechas por devotos pobres del siglo XIX, otra conexión con el ahora se me presentó de golpe. Y recordé el auge devocionario que tienen hoy día, en plena era tecnológica y religiosamente crítica, vírgenes, cristos y santos de toda índole y extracción. Y no sólo con respecto al catolicismo romano, sino también con respecto a otras religiones, incluso orientales, como el budismo o el hinduísmo. Y cómo, y no exclusivamente en el caso de los sectores populares o de menores recursos económicos, la devoción casi puede sentirse que se traslada de la Fe como ente a la figura que la representa, ya sea en papel, en cerámica, en plástico de colores.
Derivando así la Fe en fetichismo, la espiritualidad en taumaturgia. ¿Intención de protegerse del caos general por medio de amuletos al modo “primitivo”?. Seguro, aunque esto, claro, es sólo una apreciación. ¿Nos estará mostrando esta actitud que el paradigma racionalista y cientificista nacido hace cuatro siglos hace agua por todas partes? Eso es ya casi un lugar común. En muchos casos esto puede representar una vuelta a lo ancestral, a una equilibrada (por originaria, por no impuesta) cosmovisión y representación de la realidad y de lo trascendente. En otros casos, el “consumo” de iconografía religiosa a modo de amuleto o incluso como elemento decorativo en objetos de diseño, puede ser síntoma de la cualidad netamente kitsch de la sociedad de consumo, tal y como los relaciona a uno con la otra Abraham Moles.
Estaríamos entonces ante una sociedad huérfana de paradigma que, en todo su vasto espectro socioeconómico, busca exorcizar el vacío de respuestas conocidas y a las que aferrarse; por lo cual el conjuro se manifiesta tanto usando una pulsera con mil imágenes de santos (fetichismo y edulcorada irreverencia), como armando un altarcito plurirreligioso en la mesita de noche…o tatuándose a San La Muerte en alguna parte del cuerpo.
¿Es esto un síntoma negativo, que nos habla de una involución, una “decadencia”? No, en mi opinión. Es tal vez una búsqueda de síntesis, una “mirada hacia delante”, recuperando lo esencial y positivo del mundo ancestral, del sentido de lo mágico y lo milagroso –tan imbricado a la vida- y utilizándolo como herramienta de neutralización de la visión materialista del Mundo, a la vez que de construcción de una visión totalizadora…e integradora.
Volví del trance, me doy cuenta. Ahí siguen los bordados y pinturas religiosos, coloridos, alegres, llenos de buena fe. Confeccionados, tal vez, por posibles abuelos de posibles pensadores materialistas contemporáneos.
Con la cabeza llena de paralelos y similitudes, voy cayendo en la cuenta de que el arte contemporáneo recoge hoy esta corriente devocional, y, como buen intérprete y resignificador de la “realidad” que es, nos devuelve una batería de regurgitaciones del fenómeno religioso. Plurirreligioso, afortunadamente. Muchos trabajos, muestras, artistas y tendencias lo manifiestan, de las que no mencionaré a ninguna por no poder nombrar a todas.
Pero es claro que el arte contemporáneo –por afinidad u oportunismo, depende el caso- transita esta pregunta de lo trascendente, de lo religioso, del fetichismo de lo icónico que la cultura y la gente le ofrecen todo el tiempo como tema de reflexión conceptual y estética. También, como revalorización de credos y cosmovisiones de culturas relegadas históricamente. O directamente negadas. Es que es claro: en medio de la apoteosis tecnológica que acorta largas distancias (aunque distancia las cercanías), que tiende a uniformarnos y que nos brinda una respuesta para todo con sólo un click, una corriente subterránea –o atmosférica, me gusta más- busca volver a una concepción mágica de la vida, más conectada con lo sutil, con lo que no se ve; y de la cual muchos sectores sociales relegados material y culturalmente no se habían alejado nunca demasiado. Parece que hoy les toca el turno. El arte, intuitivo por esencia, canal per se, se erige en catalizador de toda esta fuerte corriente de transformación, sea manifestada hoy con profundidad o con banalidad. Es transformación.
Vuelvo a salir del trance y dirijo otra vez mi mirada a los íconos católicos de factura hogareña. Una Virgen con el Niño, coronada y con aureola, me sonríe desde un fondo celeste ornado por gordos angelitos kitsch. Levanto la vista y contiguo, del lado derecho y “dominando” el panorama, una representación de Dios como “Padre Eterno”, tallado en madera policromada, peruano, del siglo XVIII, parece hacerme una advertencia, sino amenazante, intimidatoria.
Tal vez como recuerdo de mis años en un colegio salesiano, abandono la sala y el museo de los Claustros del Pilar.
A la salida, sobre la calle Junín, un chico de la calle ofrece estampitas de San Expedito.
Esta muestra permanente puede visitarse en el museo Claustros del Pilar, Junín 1904, CABA, de lunes a sábados de 10.30 a 18.15hs, y los domingos de 14.30 a 18.15hs
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