http://www.revistasauna.com.ar/02_19/06.html
La gran bestia Lyon
Incertidumbre, humor,
belleza terrible y abigarramiento
Cildo
Meireles, La bruja 1, 1979-81
Obra
especialmente reconstruida para Aire de
Lyon en Fundación Proa
En la novela La
eternidad, de Milan Kundera, una de las protagonistas, Agnes, hermana mayor
de Laura, en un momento cae en la cuenta que su hermana menor planteó toda su
vida en imitar a Agnes, en parecerse lo más posible a ella; en copiar sus
gestos, en vivir de su belleza, de su originalidad. Aunque con un resultado
aparentemente opuesto. Con lo cual Agnes, agobiada, se pregunta si no existirán
sólo un par de gestos, un par de “maneras de ser” que, luego, aún
inconscientemente, todas las demás personas imitan, más o menos infructuosamente.
La muestra Aire de
Lyon en Fundación Proa, es un recorte reformulado de la Bienal homónima
curada por Victoria Noorthoorn en 2011. Al leer los textos de la curadora para
la Bienal francesa, la línea conceptual trazada y la dinámica selectiva y
criterial que la acompañan suenan vigorosas, interesantes. Incluso necesarias
para nuestro momento histórico. El mismo título que cita aquel poema de Yeats –dubitación
moderna pura- es una admonición que promete algo, como menos, intenso: “Una
terrible belleza ha nacido”… pero lo que nos revela la hermana menor porteña es
bastante menos que eso. En realidad, algunas de las obras ilustran este
concepto a la perfección, pero el clima general no llega a tanto. Un solo
gesto, dos resultados distintos.
“La 11ª Biennale de Lyon quiere estar viva. Si pudiera ser
considerada como un animal o como una bestia, lo elegiría” dice Noorthoorn en uno
de los textos. Hermosa idea y linda y poética imagen, pero al producto final el
traje le queda algo holgado. La bestia perdió un poco el rumbo con el viaje. O
sufrió de jet lag.
No obstante, varias son las obras que generan el encuentro
con una belleza terrible o con lo terrible de la belleza, según quiera verse. O
que interpelan sobre incertidumbres actuales ancladas en horrores de un pasado
más o menos inmediato. La instalación de Robert Kuśmirowski es inmejorable ejemplo de ello. Como
espectadores detrás de una cámara Gesell, vemos del otro lado una suerte de
laboratorio-cámara de pruebas, con aires de película de espionaje setentosa.
Verdaderamente inquietante, la pulcritud de todo el aparataje vintage nos clava
un buen aguijón. Al lado, la misma obra salva con inteligencia lo que estuvo al
borde de la obviedad: vislumbramos una silla eléctrica pero detrás de un vidrio
esmerilado; el margen de inasibilidad la salva de caer en lo fácil.
En la pared de
enfrente, con papel y acuarelas, la sudafricana Marlene Dumas expone un
muestrario de abusos y/o voluptuosidades enmascarados en la simpleza de unos
dibujos preciosos y frescos, aparentemente infantiles. Esta instalación tiene
cierto punto de contacto con la de gouaches
rosadas exhibidas el año pasado en la misma Fundación Proa, en la muestra sobre
Louise Bourgeois curada por Larrat-Smith.
El recorte espacial llevado
a cabo en la sala 2 en función de esta parte de la muestra, resulta largamente apreciable.
La reformulación de los espacios expositivos en sujeción a un relato curatorial,
son siempre bienvenidos. Un toque escenográfico o espectacularizante resulta hoy
100% legítimo y enriquecedor para el mundo de las artes visuales o, incluso, para
el de la museología.
La sala siguiente
alberga otras dos obras potentes: la inquietante/humorística bolsa negra en
movimiento de Eduardo Basualdo –que nos lleva del asco a la risa con un solo
ticket- y la instalación de Eva Kotátková, Máquina
de re-educación, donde imaginamos lectores de libros escolares encerrados
en una cisterna como método/castigo, y, a continuación, una rueda que sumerge
esos mismos libros en un piletón, según se la accione. En esta obra, por
ejemplo, las tensiones internas que se producen según interpretemos el
significado último como juego escolar rebelde o como método de represión a las
ideas –o cualquiera otra lectura que se pueda hacer- va exactamente en la línea
de la propuesta curatorial de jugar con sentidos opuestos, interpretar hacia un
lado o hacia el contrario.
Alrededor de la máquina
re educadora, y como parte de la obra, una serie de dibujos/collages resultan
redundantes en la intención de agregar algo que no hacía falta agregar. Se
despegan estéticamente de la obra central y cuesta verlos como parte
integrante, amén que están yuxtapuestos con un video y una instalación de otros
dos artistas, lo cual vuelve el conjunto un poco confuso, haciendo perder
fuerza a la tremenda obra de la artista checa.
Como transición de
la planta baja al primer piso, en la escalera, mientras se echa un último
vistazo a los incomprensibles y sosos ready
mades de Katinka Bock, la mucho más desmaterializada pero presente obra de Lenora
de Barros (Utopy, 1996) resulta
sorpresiva. Un sonido roto, ahogado por momentos, inesperado, nos deja
perplejos mientras subimos: ¿escuchamos algo o no? ¿Era una voz de la calle?
Sin espectacularidad ninguna, la obra funciona generando perplejidad, con mucho
menos –y con mucho más- que una tabla apoyada contra la pared.
En el piso superior,
la apuesta cambia la proporción de componentes: si la planta baja jugaba con un
posible costado humorístico de lo siniestro, en la planta alta predomina el
humor, jugando a exponer airoso su lado siniestro, lo cual lo vuelve mucho más
humorístico aún.
La Bruja, la obra de Cildo Meireles, es la más efectiva en su tipo de site specific, inundándolo todo
subrepticiamente, divertida y mala a la vez, como buena bruja. Los montones de
lana negra funcionan como obra visual pero además se disparan en varias
direcciones: cambian la percepción volumétrica del piso, entorpecen el paso,
generan incomodidad de movimiento, guardan mugre, vierten su negrura solapada everywhere, pero con cara de yo no fui.
En la sala donde La Bruja empieza con su hechizo lanar, las
obras de Marina de Caro, los dibujos de Christian Lhopital y Marlene Dumas –otra
vez- y el patético payaso de Laura Lima funcionan perfectamente como un todo.
Tanto que, por momentos, pueden confundirse un artista con otro; pero a
diferencia de en la sala de abajo, acá el efecto aporta y no merma. El chiste
general predomina por sobre la anécdota particular de las partes.
Trasponiendo la sala
y llegando a la librería, el hall del Auditorio y la cafetería, el efecto de
abigarramiento genera confusión perceptiva y, por tanto, va en detrimento del
discurso y del concepto general. Parece gobernar el horror vacui, y el concepto de invadir los espacios institucionales
con las obras creadas ex profeso deviene
en estética de bazar que, por tanto que ofrece, no nos permite detenernos en
nada en especial. El caso de la instalación de Diego Bianchi es emblemático de
éste síntoma: demasiadas piezas, demasiadas situaciones, demasiados juegos
matéricos. La intervención del vidrio de la escalera, blanqueado a la cal y
grafitteado al mejor estilo obra en construcción; el nylon negro que cubre la
vidriera y el silloncito clásico a punto de reventar bajo el peso de una
piedrota casi gemela al menhir que
portaba Óbelix, resultan el conjunto más aprehensible y expresivo. Muchas de
las piezas son bellas –un accidente doméstico con reminiscencias surrealistas-;
la coctelera chorreando cemento es increíble, por ejemplo, pero el efecto final
es el de muchas cosas apretadas en un espacio chico y difícil. Con menos, la situación
hubiera sido perfecta. Hacia abajo, en la escalera que lleva a la entrada, la
intervención de Garrett Phelan es un gran acierto, y el negro predominante
retoma la invasión espacial allí donde La
Bruja se cansó de seguirnos.
La idea de la
belleza terrible, la posibilidad del disparate como posibilidad, la lectura y
los ecos de las obras en sentidos antagónicos, el humor, la incertidumbre y el
antídoto de poder reírnos de nosotros mismos como actores de nuestro tiempo, fueron
todos elementos propuestos en el planteo de la Biennale de Lyon. En su versión
reformulada material y espacialmente, la versión porteña, tal vez como escudo
protector, se llamó a sí misma Aire de
Lyon. No es lo mismo, es un aire de.
Planteada así, la muestra se cubre a sí misma de una posible pérdida de
activos. Compuesta de varios puntos altos y apoyada en una búsqueda narrativa
inteligente, Aire de Lyon es buena y
aporta una mirada. Pero imaginamos que su hermana francesa, desparramada en
14.000 m2 de museos, fundaciones y monumentales ex fábricas lyonesas, tuvo la
posibilidad de jugar otro juego y lucirse en el intento.
La muestra Aire de
Lyon, puede verse hasta junio de 2012 en
Fundación PROA, Av. Pedro de Mendoza 1929, Buenos Aires. De martes a domingo de
11 a 19 hrs. Lunes cerrado.
Robert
Kuśmirowski, E.M.A
S.A., 2012
Instalación
con maquinarias y mecanismos eléctricos varios
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