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Seúl, un lavadero
clandestino y el chico más lindo del mundo
Reflexiones sobre
cine, cortos y arte
por Mariano Soto
Still de la película Tiro
de gracia, de Ricardo Becher, 1968. Sergio Mulet como Daniel
La cámara de Becher va, viene, vuelve y se detiene,
regodeándose en la belleza de Daniel, en la geografía de su cuerpo y en su
estupendo rostro varonil. La sangre corre en tropel hacia allá abajo, donde la
animalidad del cronista se despereza. El deseo físico y la admiración por el
par son los principales vectores, ahí donde se funden el poseer a un hombre con
el querer ser como él, porque se lo admira.
El personaje de Daniel está personificado por el actor
Sergio Mulet, protagonista y a la vez guionista de la película Tiro de gracia; porque, además de ser
sexy, este chico escribía guiones de cine, canciones y poemas.
Sobre el final de la película, en una de las últimas escenas
y en el último de los flash-in que la
caracterizan, vemos un desierto árabe en el que tres beduinos evidentemente
violentos, tropiezan en medio del árido paisaje con un Daniel atado a un poste,
casi desnudo, en una imagen claramente emparentada con la iconografía
sansebastiana, tan ligada al imaginario gay. Las risotadas de los beduinos y el
cuerpo yacente de Daniel, al final de la escena, nos permiten imaginar lo
ocurrido. O fantasear con ello.
¿Qué hace de esta película filmada en 1968 y estrenada un
año después, una pieza absolutamente contemporánea o, como dice un blog de cine
visto por ahí, que parezca “hecha hoy a la mañana”? ¿Qué la hace tan atractiva
aún cuarenta y tantos años después? ¿Qué la volvió una pieza de culto?
Una de las respuestas posibles tiene que ver con la época a
la que pertenece y a la que retrata: los últimos años de la década del ´60 son
el punto álgido del siglo 20 y, de algún modo, el molde en el que está vaciada
nuestra vida actual. Representan el quiebre de un paradigma y de un modo de ver
y entender la vida y el mundo. No casualmente, son a la vez un punto de
inflexión artístico y estético, donde se generan lenguajes, discursos y
tensiones nuevos, o más bien donde fraguan definitivamente, otros que venían operando
desde una o dos décadas atrás. Cambios, evoluciones, revoluciones, trastocamiento
de roles sexuales, quema de corpiños, Stonewall, religiones orientalistas,
lucha de clases y de todo tipo de minorías por su reconocimiento, procesos de
descolonialización.
Signo de una época –una irrepetiblemente fértil y optimista-
Tiro de gracia pone en primer plano la
representación de un nuevo tipo de individuo: un “hombre social” urbano, fragmentado,
individualista, insatisfecho, solitario. Y joven.
Narrativamente ligada a Kerouac y la generación beat -por
ese jamming de imágenes inspirado en
el cool jazz de los ´50-, con momentos emparentados a Antonioni, Buñuel y
Fellini, la obra resulta contemporánea hasta los tuétanos. La mirada sobre la
mujer –independiente, sexualmente activa y desmelenada-, la ambigüedad
homoerótica que flota por momentos en el aire y la libertad desolada que se
respira todo el tiempo la vuelven vigente, aunque, por momentos, acuse
inevitablemente los detalles que la circunscriben a su momento.
Ricardo Becher, su director, estuvo
ligado siempre al mundo del arte. Hasta el último día de su vida. Fue uno de
los fundadores, casi a los ochenta años, de un movimiento artístico: el “Neo
expresionismo digital”, una techne
que opera saturando colores y forzando imágenes a través de medios
electrónicos, y que él mismo puso a prueba en su última película, El Gauchito Gil: la sangre inocente, de
2006. Para fines de los ´60, era allegado al mítico Instituto Di Tella, y en Tiro de gracia, hay un fondo ligado a
las artes plásticas de modo contundente. El pintor Alfredo Plank es uno de sus
protagonistas, y se interpreta a sí mismo, como
un amigo inseparable de Daniel. Lo mismo el artista y escenógrafo
Roberto Plate, quien, en ese mismo año ´68, grafiteó los baños del Di Tella con
leyendas provocadoras que hicieron que la policía clausure la muestra. También hacen
de ellos mismos los legendarios intelectuales y críticos de arte Oscar Masotta
y Carlos Espartaco. Se habla varias veces de éste último y de su “reciente”
libro, citando, incluso, una frase en la que Espartaco juega con el final de la
idea hegeliana de “consciencia desgarrada”.
La potente música de los flamantes Manal, una Susana Giménez
morocha e ignota y una platinada Perla Caron previa al éxito de Mosaico, aportan más colores de época
que la vuelven invaluable, no ya como documento histórico –o no sólo como tal-,
sino más bien como muestrario de los modos de representación de sí misma que
tuvo la comunidad bohemia e intelectual del Buenos Aires de la época. Becher
representó a su círculo tal cómo se veía a sí mismo o, mejor, como quería verse
idealmente. Para lo cual no resulta un dato menor el hecho de que el cineasta proviniese
del mundo de la publicidad.
En esta misma línea interpretativa, pondré sobre el tapete dos
cortos presentados recientemente en el BAFICI, obra de dos jóvenes artistas
contemporáneos argentinos, que pueden resultar reveladores.
Sebastián Elsinger y su Going
Places, y Germán Ruiz con Un día
y Domingos.
En el caso de Elsinger, hay varios puntos a tener en cuenta.
Fue alumno de Ricardo Becher en la FUC – y esto era desconocido por el cronista
a la hora de decidir emparentar ambos artistas en esta nota- y los dos solían
tener largas conversaciones sobre arte por ese entonces, mientras Elsinger
estudiaba, además de cine, pintura en el IUNA. Los dos cortos que tiene hechos
hasta ahora este artista, salieron del laboratorio de cine de la Universidad Di
Tella… y el círculo se cierra. No obstante, los trabajos de Elsinger tienen un
aura distinta; cierta melancolía y sordidez lejana pero latente, muy
goddardianas, flotan en la atmósfera de sus obras. En el caso de Going Places, estamos ante una historia
mínima apoyada en uno de los grandes temas universales: el amor contrariado.
Filmada en Seúl, Corea del Sur, con actores coreanos y hablada en coreano,
resulta una extraña traspolación que no deja de producir un feliz asombro. Para
más, es una historia sobre inmigración –el chico dejó Seúl por Estados Unidos
cuatro años atrás- pero, además, funciona como una ironización –acá sí, muy al
estilo Becher- sobre procesos migratorios cruzados: un artista argentino
residente en Buenos Aires, ciudad con una gran comunidad coreana de origen
migratorio, cuenta una historia de amor coreana en coreano, convirtiéndose él
mismo en migrante y trasplantado. Una operación interesante y que aporta otra
capa de sentido, así el cruce haya sido intencional o fruto de alguna
eventualidad azarosa.
La historia está bien resuelta y, estéticamente, es aséptica,
pero muy bella a la vez. Imágenes limpias, con medios o primeros planos de una
cámara en mano que se mueve con el pulso, este detalle nos sitúa en un lugar casi
clandestino, de asistir a una imagen robada, intimista, que funciona muy bien.
El paisaje visto desde el tren al comienzo –con los únicos 30 segundos de
música que tiene el corto-, los neones de color de la Seúl nocturna y las
fotografías fijas que llaman directamente a la propia producción fotográfica de
Elsinger –el cesto de basura de color en el piso- son los mejores momentos
estéticos de este corto.
Por otra parte, y también salido de las entrañas del lab de
los Di Tella, Un día, de Germán Ruiz,
gana en imagen general y en fotografía fija, respecto al guión, al clima y a
las actuaciones de su corto, que termina resultando una especie de juego de
amigos adolescentes, aburridos un sábado a la tarde. Acá la representación de
sí mismos –o de sus pares generacionales en el contexto compartido- tiene el
tono de una sucesión de clichés de las microhistorias:
una perra guardada en un bolso para hacer compras de super sin sentido, un
lavadero clandestino y chicos solitarios, frikis pero con onda –o eso es lo que
ellos creen- como raros habitantes de una ciudad abstracta e impersonal, este
sí un dato bien veraz y contemporáneo. La excepción la pone el muy porteño carrito
de choripanes en el que se detiene a comer –vestida de diva- una preciosa
Valeria Licciardi.
En el caso de Domingos,
el acierto de Ruiz es significativamente mayor. Un mensaje de texto en primer
plano, un viaje en tren con destino al barrio familiar y la casa paterna
plagada de perros entrañables y chillones, resulta la operación inversa a la
pretenciosidad del corto anterior: una acuarela simple y cotidiana, vuelta
Odisea sólo por poner el ojo y la intuición en el mismo lugar. La cámara
subjetiva –que acompaña la voz de Germán- nos pone en el lugar de protagonistas
de un encuentro íntimo familiar pero social a la vez, desnudo, desprovisto de
artificios o forzamientos de actitudes, y ese es un aporte decisivo. Varias
imágenes fotográficas potentes –la del perro marrón en el sillón blanco es hermosa-
y el final nocturno, formateado con música al mejor estilo Tiro de gracia, son de los puntos más altos.
Para terminar, lanzo la piedra y escondo la mano, de cara a
reflexionar sobre cómo los artistas argentinos representan en imágenes
cinematográficas su comunidad y entorno y, por ende, a sí mismos. O mejor, como
quieren que los vean. Si los chicos guapos y sensibles y las chicas
desmelenadas y sexuadas de Becher se veían a sí mismos en el ´68 como actores
de un momento trascendente, intenso y vivido individualmente pero a la vez con
idea de conjunto; temo inferir que los chicos de Elsinger y Ruiz se vean como
víctimas de la atomización psicológica social, la histeria amorosa y la
conformidad con lavar la ropa en un lavadero clandestino o con reír
–tristemente- bajo los neones de color en la noche de Seúl.
Still del corto Going
places, de Sebastián Elsinger, 2012
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