Bestiario y tecnología. Reflexiones
por Mariano Soto
Una singular y lúdica mirada sobre la esencia humana tiende un puente de más de quinientos años entre el fin de la Edad Media en los Países Bajos y nuestra contemporaneidad argentina hecha de inflación, caos social y cortes de tránsito. Una mirada cargada de acidez, humor, alucinación y clara sensibilidad ante el entorno es lo que une, a mi caprichoso criterio, la visión del mundo del artista medieval flamenco llamado Hyeronimus Bosch (El Bosco) con la del artista contemporáneo argentino Lux Lindner.
El tal criterio puede resultar bastante obvio si somos capaces de relacionar dos momentos históricos tan alejados y aparentemente disímiles. Trascendiendo, entonces, la brecha de cinco largos siglos, podemos encontrar una misma mirada sardónica, bestiaria y apocalíptica en sendas representaciones del mundo plasmadas por estos dos artistas, cada uno en su momento histórico propio. Con lo cual, pareciera, las cadenas y lastres del hinterland humano siguen siendo casi las mismas…
En un clima general de fría Sci-fi, poblado de criaturas bulbosas, hermafroditas y marcianas que pilotean platos voladores o aviones, el enrarecido universo “luxiano” se cierne sobre nosotros como una amenaza camuflada de chiste.
Lux Lindner estudió dibujo técnico en la escuela industrial. Y estos dos datos (dibujo e industria) nos conducen hacia el centro estético y formal mismo de su trabajo.
Como un bisturí que cortase la piel de la realidad conocida, para dejarnos al descubierto la que no vemos y tratamos de olvidar, la línea de los dibujos de Lindner se abre paso en el papel o en la tela, para explicitarnos un mundo imposible pero al que tememos secretamente. Deshumanización, control omnipresente y una inquietante mutación o deformación física nos provocan la incomodidad de lo que intuimos posible.
Tras un primer momento en que la imagen producida nos provoca sensación de frialdad, de absurdo y hasta de risa, segundas y terceras miradas nos llevan ya a ese enorme interrogante que plantea el universo luxiano: ¿es el mundo, “nuestro” mundo conocido, lo que creemos que es? ¿O es esta caricatura subversiva que nos devuelve nuestra propia imagen deformada hasta el ridículo, y sumergida-sometida en la más psicótica tecnocracia? ¿Nos estamos convirtiendo en máquinas? ¿Nos servimos de ellas y de la tecnología, o estamos convirtiéndonos en una pieza más del todo, en “parte de”?
En ese mundo agobiante que plantea Lux, no menos estremecedor por su tono gracioso y grotesco; en esa realidad escalofriante sabiamente representada por líneas limpias e imágenes sintéticas; en esa imagen como producto final artístico de claro corte minimal y de subtexto altamente crítico, podemos encontrar implícito, también, el escape a esa misma prisión, a ese mismo destino deshumanizado y bosquiano. Porque el arte es el más sabio y preparado de los exorcistas. El arte, al decir de Lux, “crea permisos”. Tiene todo el poder para, no ya expulsar nuestros demonios, si no para reconciliarnos con ellos, para equilibrar la balanza de luces y sombras. Para hacernos igualitos a los dioses.
Tan imperfectos y completos como ellos.
La muestra, oportunamente llamada ¡GalácticoMal!, en honor a un espontáneo comentario de Lindner ante la obra de uno de sus compañeros de muestra, Julián Terán, está certeramente curada por Nora Fisch, en su propio espacio de arte del barrio de Palermo. Una serie de dibujos hechos con tinta sobre papel calco, de entre 1996 y 1998, un grabado y un acrílico sobre tela fechado en 2006, componen la obra de Lindner expuesta en la galería. Como plus, pueden verse también algunos cuadernos de apuntes titulados “Croquis en obra”, de la misma época, que nos permiten asomarnos al proceso creativo de lo expuesto y en la que prefigura, claramente también, todo el trabajo posterior del artista.
Además de contar con Lindner, Nora lo reunió con Julián Terán y Eduardo Santiere, desarrollando un concepto curatorial anclado en el dibujo, pero además, y por sobre todo, en la idea de mostrar una obra que es trabajada con preciosismo e hiperconcentración, más tendiente a ser relacionada con la obsesividad y la introversión que con un gesto artístico suelto y espontáneo. El producto final, está a la vista, no es menos expresivo ni menos disparador.
Amén del alucinado bestiario luxiano, en la muestra destacan también los pliegues cartográficos de Terán –el mundo visto desde un satélite- y los corpúsculos de color y raspado de Santiere, transitando ambos una suerte de abstracción orgánica, con la difícil virtud de captar la mirada y generar interrogantes, sin valerse del efectismo y la espectacularidad.
martes, 28 de septiembre de 2010
sábado, 25 de septiembre de 2010
CONFERENCIA SOBRE INDUMENTARIA POPULAR
Ponchos, camisas y rebozos: la indumenatria en los sectores populares de Buenos Aires desde el Virreinato hasta la época de Rosas
Conferencia por Mariano Soto en Casa Olleros, el sábado 25 de septiembre de 2010
miércoles, 15 de septiembre de 2010
CALAVERAS Y DIABLITOS
Sobre el museo del Títere
por Mariano Soto
Uno de mis vicios son las metáforas. O más bien, encontrarlas en todo lo que veo y me rodea. Hallar paralelos, relaciones, causas y consecuencias más o menos directas. Así que no pierdo oportunidad de dar con ellas cuando la ocasión se presenta.
Y visitando el Museo del Títere, en el porteño barrio de San Telmo… bueno, mis deseos se vieron satisfechos.
Conociendo algo sobre la historia de los títeres y las marionetas, es sabido que hacia el siglo XVII, en Europa, cobraron tanta popularidad que comenzaron a opacar a los actores “de carne y hueso” y a las obras de teatro y comedias, motivo por el cual títeres y titiriteros fueron perseguidos, cargados con impuestos imposibles y finalmente relegados a ferias y espacios públicos considerados de segunda categoría.
A partir de allí, siguen su carrera pero con el favor del pueblo llano, el cual las encontraba muy de su gusto, por lo que entablan entonces una relación más directa con las manifestaciones culturales populares que con la “alta cultura”. A su vez, la profesión de titiritero quedó relegada a un segundo plano, connotada de cierta condición errática, nómade y precaria. Bien ajustado a estos tópicos y prejuicios sobre los titiriteros, resulta el personaje de Craig Schwartz, en la película ¿Quieres ser John Malkovich?, ya que Craig es una especie de looser resentido y desaliñado, cuyo arte provoca indiferencia e incomprensión. Buena venganza la de la Historia del Teatro con mayúsculas…
Hoy por hoy, aunque el movimiento titiritero comenzó -de los años 70 a esta parte- a ser rescatado de su lugar subalterno, la metáfora de su condición de pariente pobre de las artes escénicas se hace evidente en el Museo del Títere.
Se la encuentra en el desamparo que acusan su edificio como espacio expositivo, en la precariedad de los soportes y auxiliares museográficos y en el evidente desinterés que sufre por parte del ámbito académico y del arte. Y no digo del Estado en cualquiera de sus jurisdicciones, porque una de sus fundadoras, Sarah Bianchi, con sólidas razones propias se negó sistemáticamente a ponerlo bajo la tutela de lo público, en una actitud coherente con aquella de los primeros titiriteros nómades y rebeldes de la Europa de los juglares. Estamos ante un museo levantado a pura fuerza de pasión, laburo y amor al arte. De carácter privado, hoy por hoy es sostenido y mantenido con vida gracias a los familiares, amigos y “discípulos” de Sarah Bianchi y Mane Bernardo, sus creadoras, ambas artistas y docentes, ambas fallecidas, que lo fundaron en 1983 como museo itinerante pero el cual, desde 1996, ocupa el actual edificio de la calle Piedras.
Sin embargo, algo cautivantemente auténtico se percibe en su modestia, en la tristeza de su deslucimiento espacial, triunfalmente salvada por la fantasía y los colores de la colección, que cuenta con increíbles piezas históricas y de todas partes del mundo. Un verdadero banquete histórico y multicultural.
Títeres de la India casi bicentenarios, marionetas de Indonesia (piezas increíbles, puro color y estilización), de China y de Japón. También de África y de toda Europa y Latinoamérica.
Pero entre marajás, princesas hindúes y guerreros de Borneo “de sombra” (figuras planas manejadas por varillas que aparecían en un retablo iluminado por detrás y con una especie de telón traslúcido para que se viese sólo la sombra de la figura), un grupo de marionetas de aire épico captaron mi atención. Movido como un autómata por la promesa de al menos una docena de metáforas, me acerco a la vitrina.
Se trata de la serie de los pupi sicilianos. Nacido a principios del siglo XIX, el teatro de los pupi aparece como espectáculo callejero o en improvisados galpones, para deleite de las clases populares de la isla. Sus actores fueron complejas y preciosistas marionetas de mediano a gran tamaño, de exquisita factura y estudiada indumentaria, manejados a través de un sistema de varillas. Las temáticas de sus obras siempre fueron históricas, inspiradas en la literatura caballeresca medieval, en vidas de santos o, en el otro extremo, de bandoleros y bandidos.
Parado frente a la vitrina, me dejo seducir por estos guerreros legendarios de armadura y penacho de plumas; por los moros y otomanos de turbante y babuchas; por las expresiones solemnes y adustas de sus cabezas de madera. Sobre el fondo de la vitrina, un enorme y colorido cartel pintado artesanalmente que, a modo del tapiz de Bayeux, nos cuenta en varios registros distintos episodios de la vida de un santo medieval. A su vez, varios carteles informativos me explican que se trata de piezas locales, realizadas por tres de los maestros de la Opera dei Pupi que tuvo Buenos Aires: Sebastián Terranova y su esposa Carolina Ligotti, fundadores del teatro San Carlino; y Vito Cantone, creador del Teatro Sicilia. Ambos situados en el barrio de La Boca, corazón de la “italianidad” porteña.
Sonrío, de puro gusto. Al lado de la vitrina degli pupi, hacia la derecha, un cartel con el título de “Bicentenario” preside una vitrina con títeres “de guante” inspirados en nuestra gesta patria: San Martín, Belgrano, Güemes (reconocibles sólo por que llevan el nombre), algunos soldados y damas y caballeros de Mayo me provocan la extraña sensación de que los titiriteros italianos en nuestro país, contaban su propia historia con más vuelo y recursos materiales que los titiriteros argentinos la nuestra… aún jugando de locales.
Como si de arriba aflojasen mis hilos, se apodera de mí la oscura sensación de que algo salió mal… o algo no es como debería ser…
Sigo hasta la siguiente sala: todos títeres argentinos. Todos de mediados del siglo XX hasta la actualidad. Algún gaucho, un compadrito y una parejita vestida como en la época de Rosas destacan un poco. En eso, llaman mi atención unos títeres de goma espuma vestidos a la usanza del siglo XVIII. Esperanzado, miro, pero formaban parte de una obra de García Lorca… eso sí, recreada aquí en nuestro país…
Tercera y última sala. Títeres latinoamericanos. Voluptuosas burreritas paraguayas, títeres “de dedal” peruanos y bailarinas pascuenses chilenas otorgan un poco de anclaje a pesar de cierta rusticidad general y suben algo la temperatura ambiente con su especiado aroma mestizo, trayéndome reminiscencias de cilantro, romero y ají putaparió.
Vitrina de enfrente. México. Ahora sí, me dije, y con naturalidad, carente de tendenciosidades, me lancé a la devoración inmediata de esqueletos que tocan la guitarra, diablitos con máscara de calavera y todo tipo de figuritas sencillas y expresivas.
Directamente relacionados con la tradición del Día de los Muertos, los esqueletos, las calaveras y los diablitos decoran los altares que los mexicanos les dedican a sus muertos en sus casas o en los cementerios, el 2 de noviembre, día en el cual, dice la tradición, éstos vienen a visitar a los vivos. Estos esqueletos alegres y llenos de vida representan, ya desde tiempos prehispánicos, Muerte y Renacimiento, la condición dual de Vida y Muerte de todo lo creado, como las dos caras de una misma moneda. Una sabia manera de exorcizar el miedo y la tristeza por la Muerte, tan imbricados a nuestra cosmovisión judeo cristiana.
Abstrayéndome de sus formas simples con sabor a cuento, mi atención se ve captada por la serie de marionetas de la historia nacional mexicana. Son figuras hiperrealistas, convincentes, cargadas de alma y expresión. Más abajo, algunas figuras fantásticas y lúdicas, netamente folclóricas también, me cautivan con sus colores, su frescura, su autenticidad. Encuentro, incluso, títeres que representan… ¡mazorcas de maíz! Conociendo la carga simbólica que tiene el maíz como base de la economía en la América prehispánica, siento que me atraviesa como un estilete la misma sensación de carencia que acabo de sentir minutos atrás, contemplando los títeres y marionetas argentinos: algo así como la falta de un ingrediente. O un elemento que los ligue a todos para lograr un corpus sólido, convincente. Lo que quiero expresar es que, despojado de todo preconcepto, dispuesto sólo a recrear mi vista y en absoluta tabla rasa fue que hice mi entrada en el museo… pero mi ojo fue esquivo a manipulaciones localistas, a deseos de reivindicar la “argentinidad al palo”… y siguió de largo. Inevitablemente. Casi en contra de mi propia voluntad. O, como en el caso de los pupi, la fascinación sobrevino justamente en piezas facturadas aquí, sí, pero con conceptos, técnicas y cargas simbólicas extranjeras.
Algo apesadumbrado, casi emulando el esplín del titiritero Craig Schwartz, enamorado y burlado por la bella Maxine Lund, vuelvo sobre mis pasos y abandono el Museo del Títere.
Al comienzo de esta crónica confesé mi pasión por las metáforas. Ahora me toca manifestar mi fobia a los clichés. Y hablar de la falta de identidad argentina, de nuestra errática manera de vernos a nosotros mismos, de nuestra dificultad para darle una cara a “lo propio”, confieso, es un cliché fulgurante. Pero, a la vez, una verdad que se me cae encima a cada paso.
Mientras camino por la calle Piedras, enorme, poderosa y oscura como un halcón, sobrevuela sobre mi cabeza una triste metáfora nacional.
El Museo Argentino del Títere puede visitarse en Piedras 905 (y Estados Unidos), CABA, de martes a domingos de 15 a 18hs y martes, miércoles y viernes también por la mañana, de 9.30 a 12.30hs. Mi especial agradecimiento a la generosa atención de Silvia Musselli y Julio Cacciatore.
por Mariano Soto
Uno de mis vicios son las metáforas. O más bien, encontrarlas en todo lo que veo y me rodea. Hallar paralelos, relaciones, causas y consecuencias más o menos directas. Así que no pierdo oportunidad de dar con ellas cuando la ocasión se presenta.
Y visitando el Museo del Títere, en el porteño barrio de San Telmo… bueno, mis deseos se vieron satisfechos.
Conociendo algo sobre la historia de los títeres y las marionetas, es sabido que hacia el siglo XVII, en Europa, cobraron tanta popularidad que comenzaron a opacar a los actores “de carne y hueso” y a las obras de teatro y comedias, motivo por el cual títeres y titiriteros fueron perseguidos, cargados con impuestos imposibles y finalmente relegados a ferias y espacios públicos considerados de segunda categoría.
A partir de allí, siguen su carrera pero con el favor del pueblo llano, el cual las encontraba muy de su gusto, por lo que entablan entonces una relación más directa con las manifestaciones culturales populares que con la “alta cultura”. A su vez, la profesión de titiritero quedó relegada a un segundo plano, connotada de cierta condición errática, nómade y precaria. Bien ajustado a estos tópicos y prejuicios sobre los titiriteros, resulta el personaje de Craig Schwartz, en la película ¿Quieres ser John Malkovich?, ya que Craig es una especie de looser resentido y desaliñado, cuyo arte provoca indiferencia e incomprensión. Buena venganza la de la Historia del Teatro con mayúsculas…
Hoy por hoy, aunque el movimiento titiritero comenzó -de los años 70 a esta parte- a ser rescatado de su lugar subalterno, la metáfora de su condición de pariente pobre de las artes escénicas se hace evidente en el Museo del Títere.
Se la encuentra en el desamparo que acusan su edificio como espacio expositivo, en la precariedad de los soportes y auxiliares museográficos y en el evidente desinterés que sufre por parte del ámbito académico y del arte. Y no digo del Estado en cualquiera de sus jurisdicciones, porque una de sus fundadoras, Sarah Bianchi, con sólidas razones propias se negó sistemáticamente a ponerlo bajo la tutela de lo público, en una actitud coherente con aquella de los primeros titiriteros nómades y rebeldes de la Europa de los juglares. Estamos ante un museo levantado a pura fuerza de pasión, laburo y amor al arte. De carácter privado, hoy por hoy es sostenido y mantenido con vida gracias a los familiares, amigos y “discípulos” de Sarah Bianchi y Mane Bernardo, sus creadoras, ambas artistas y docentes, ambas fallecidas, que lo fundaron en 1983 como museo itinerante pero el cual, desde 1996, ocupa el actual edificio de la calle Piedras.
Sin embargo, algo cautivantemente auténtico se percibe en su modestia, en la tristeza de su deslucimiento espacial, triunfalmente salvada por la fantasía y los colores de la colección, que cuenta con increíbles piezas históricas y de todas partes del mundo. Un verdadero banquete histórico y multicultural.
Títeres de la India casi bicentenarios, marionetas de Indonesia (piezas increíbles, puro color y estilización), de China y de Japón. También de África y de toda Europa y Latinoamérica.
Pero entre marajás, princesas hindúes y guerreros de Borneo “de sombra” (figuras planas manejadas por varillas que aparecían en un retablo iluminado por detrás y con una especie de telón traslúcido para que se viese sólo la sombra de la figura), un grupo de marionetas de aire épico captaron mi atención. Movido como un autómata por la promesa de al menos una docena de metáforas, me acerco a la vitrina.
Se trata de la serie de los pupi sicilianos. Nacido a principios del siglo XIX, el teatro de los pupi aparece como espectáculo callejero o en improvisados galpones, para deleite de las clases populares de la isla. Sus actores fueron complejas y preciosistas marionetas de mediano a gran tamaño, de exquisita factura y estudiada indumentaria, manejados a través de un sistema de varillas. Las temáticas de sus obras siempre fueron históricas, inspiradas en la literatura caballeresca medieval, en vidas de santos o, en el otro extremo, de bandoleros y bandidos.
Parado frente a la vitrina, me dejo seducir por estos guerreros legendarios de armadura y penacho de plumas; por los moros y otomanos de turbante y babuchas; por las expresiones solemnes y adustas de sus cabezas de madera. Sobre el fondo de la vitrina, un enorme y colorido cartel pintado artesanalmente que, a modo del tapiz de Bayeux, nos cuenta en varios registros distintos episodios de la vida de un santo medieval. A su vez, varios carteles informativos me explican que se trata de piezas locales, realizadas por tres de los maestros de la Opera dei Pupi que tuvo Buenos Aires: Sebastián Terranova y su esposa Carolina Ligotti, fundadores del teatro San Carlino; y Vito Cantone, creador del Teatro Sicilia. Ambos situados en el barrio de La Boca, corazón de la “italianidad” porteña.
Sonrío, de puro gusto. Al lado de la vitrina degli pupi, hacia la derecha, un cartel con el título de “Bicentenario” preside una vitrina con títeres “de guante” inspirados en nuestra gesta patria: San Martín, Belgrano, Güemes (reconocibles sólo por que llevan el nombre), algunos soldados y damas y caballeros de Mayo me provocan la extraña sensación de que los titiriteros italianos en nuestro país, contaban su propia historia con más vuelo y recursos materiales que los titiriteros argentinos la nuestra… aún jugando de locales.
Como si de arriba aflojasen mis hilos, se apodera de mí la oscura sensación de que algo salió mal… o algo no es como debería ser…
Sigo hasta la siguiente sala: todos títeres argentinos. Todos de mediados del siglo XX hasta la actualidad. Algún gaucho, un compadrito y una parejita vestida como en la época de Rosas destacan un poco. En eso, llaman mi atención unos títeres de goma espuma vestidos a la usanza del siglo XVIII. Esperanzado, miro, pero formaban parte de una obra de García Lorca… eso sí, recreada aquí en nuestro país…
Tercera y última sala. Títeres latinoamericanos. Voluptuosas burreritas paraguayas, títeres “de dedal” peruanos y bailarinas pascuenses chilenas otorgan un poco de anclaje a pesar de cierta rusticidad general y suben algo la temperatura ambiente con su especiado aroma mestizo, trayéndome reminiscencias de cilantro, romero y ají putaparió.
Vitrina de enfrente. México. Ahora sí, me dije, y con naturalidad, carente de tendenciosidades, me lancé a la devoración inmediata de esqueletos que tocan la guitarra, diablitos con máscara de calavera y todo tipo de figuritas sencillas y expresivas.
Directamente relacionados con la tradición del Día de los Muertos, los esqueletos, las calaveras y los diablitos decoran los altares que los mexicanos les dedican a sus muertos en sus casas o en los cementerios, el 2 de noviembre, día en el cual, dice la tradición, éstos vienen a visitar a los vivos. Estos esqueletos alegres y llenos de vida representan, ya desde tiempos prehispánicos, Muerte y Renacimiento, la condición dual de Vida y Muerte de todo lo creado, como las dos caras de una misma moneda. Una sabia manera de exorcizar el miedo y la tristeza por la Muerte, tan imbricados a nuestra cosmovisión judeo cristiana.
Abstrayéndome de sus formas simples con sabor a cuento, mi atención se ve captada por la serie de marionetas de la historia nacional mexicana. Son figuras hiperrealistas, convincentes, cargadas de alma y expresión. Más abajo, algunas figuras fantásticas y lúdicas, netamente folclóricas también, me cautivan con sus colores, su frescura, su autenticidad. Encuentro, incluso, títeres que representan… ¡mazorcas de maíz! Conociendo la carga simbólica que tiene el maíz como base de la economía en la América prehispánica, siento que me atraviesa como un estilete la misma sensación de carencia que acabo de sentir minutos atrás, contemplando los títeres y marionetas argentinos: algo así como la falta de un ingrediente. O un elemento que los ligue a todos para lograr un corpus sólido, convincente. Lo que quiero expresar es que, despojado de todo preconcepto, dispuesto sólo a recrear mi vista y en absoluta tabla rasa fue que hice mi entrada en el museo… pero mi ojo fue esquivo a manipulaciones localistas, a deseos de reivindicar la “argentinidad al palo”… y siguió de largo. Inevitablemente. Casi en contra de mi propia voluntad. O, como en el caso de los pupi, la fascinación sobrevino justamente en piezas facturadas aquí, sí, pero con conceptos, técnicas y cargas simbólicas extranjeras.
Algo apesadumbrado, casi emulando el esplín del titiritero Craig Schwartz, enamorado y burlado por la bella Maxine Lund, vuelvo sobre mis pasos y abandono el Museo del Títere.
Al comienzo de esta crónica confesé mi pasión por las metáforas. Ahora me toca manifestar mi fobia a los clichés. Y hablar de la falta de identidad argentina, de nuestra errática manera de vernos a nosotros mismos, de nuestra dificultad para darle una cara a “lo propio”, confieso, es un cliché fulgurante. Pero, a la vez, una verdad que se me cae encima a cada paso.
Mientras camino por la calle Piedras, enorme, poderosa y oscura como un halcón, sobrevuela sobre mi cabeza una triste metáfora nacional.
El Museo Argentino del Títere puede visitarse en Piedras 905 (y Estados Unidos), CABA, de martes a domingos de 15 a 18hs y martes, miércoles y viernes también por la mañana, de 9.30 a 12.30hs. Mi especial agradecimiento a la generosa atención de Silvia Musselli y Julio Cacciatore.
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