Sobre el Museo Etnográfico
por MARIANO SOTO
La muestra
Danzantes de la Luz tituló el Museo Etnográfico a la muestra temporal que exhibe en una de sus dos salas de la planta baja. Trascendiendo el primer momento de confusión que provoca la falta de señalización y la ausencia de cartelería con el título de cada exhibición (en la sala de enfrente se halla “Exotismo y Progreso”) la muestra de los danzantes es bella, imponente y sintética. Cualidades más que loables para un museo argentino, aún en uno de la categoría y del peso académico como es el caso del Etnográfico. Lejos del facilismo y seguro sin los medios presupuestarios para caer en la búsqueda de la espectacularidad efectista, toma sin embargo diestramente buenos y nobles recursos museográficos para lograr el marco adecuado a lo que quiere comunicar y a la colección que se exhibe.
Sobre un fondo verde lima (que realza certeramente el rojo y plateado que predomina en los objetos) se nos revelan en vitrinas empotradas o exentas dos trajes utilizados por danzantes aborígenes en las procesiones de la festividad del Corpus Christi y de la Virgen de la Guadalupe, en la ciudad de Sucre (actual Bolivia) de la época colonial. Aunque también pueden ser de principios del siglo XIX, ya que no es posible dar con la datación exacta de los trajes. Uno de ellos está completo; luego se exhiben partes de otro, de idéntica índole y factura. Fueron restaurados por un equipo de profesionales argentinos financiado por el Museo Metropolitano de Nueva York, quien además los exhibió en su muestra “The colonial Andes, tapestry and silverwork (1530-1830)”, en el año 2004. Especulación personal: el préstamo pudo haber funcionado como “pago” por los fondos para el restauro… Volviendo a la muestra, los trajes están compuestos por una base textil (paño, lana, algodón) de brillante colorido derivado de pigmentos naturales. Sobre el tejido, placas de plata cincelada a martillo, con profusión de iconografía simbólica. Las placas están colocadas sobre los brazos, pecho y cintura. Luego, la capa con la que se complementaban, está cubierta casi en su totalidad por largos listones triangulares increíblemente trabajados con motivos vegetales y animales. Esta capa es tan rígida y amplia que su portador parecía tener alas. O tal vez esa era justamente la intención estética y simbólica que se buscaba.
De hecho, el único documento iconográfico que se conoce sobre estos danzantes, es una pintura de autor anónimo que se conserva en el museo Soumaya de México, y de la cual esta muestra nos ofrece, acertadamente, una enorme y colorida reproducción. Dicha imagen nos remite directamente a la serie de ángeles arcabuceros de la pintura cuzqueña barroca: bellos hombres jóvenes vestidos a la usanza marcial europea de la época. La diferencia: los danzantes no van armados, aunque parte del atavío lo constituía un morrión –especie de casco metálico- que lleva cincelado un rostro masculino con barba –ergo, representando a un español- y coronado por una suerte de espadaña con distintos tipos de representaciones e imágenes. Pero la función de estos trajes de heavy plata potosina no era defensiva, si no ostentatoria. Y todo este clima historicista, cargado del misterio que encierra nuestra tan mestizada y original historia americana, me hace sentir en el Cielo, seguro más cerca de los ángeles arcabuceros que de los ministros de la Iglesia.
El sincretismo que somos
Mucha era la importancia y trascendencia que tenía la festividad del Corpus Christi en España y, por añadidura, en la América colonial. Surgido en la península en el siglo XIII, presentó ligeras variantes según la zona de España donde se llevaba a cabo. Cuando la festividad del Corpus pasa a América, se recarga con la intención pedagógica de seguir catequizando a los aborígenes pero ahora en un clima de festejo bifronte: solemnidad y regocijo, ya que además de las procesiones y misas, incluía representaciones teatrales, corridas de toros, danzas y demás.
La sociedad estamental y jerárquica de la América colonial tenía su propia manera de escenificarse a sí misma y, así, reafirmar gráficamente su cosmogonía. Esta festividad representaba la ocasión ideal para ello, ya que reunía reconocimiento y obediencia a la Fe Cristiana, expresados a través de la exhibición teatralizada del “cuerpo de Cristo” trasmutado en la hostia y, además, claro, a través de todo el universo dogmático y simbólico de la Fe. Resultaba una puesta en escena de esa misma sociedad y su orden. Una especie de sistema solar donde cada grupo tenía el lugar que le correspondía. Y la ocasión, además, de representarlo para ellos mismos y para su misma comunidad. De allí los problemas que se generaban entre miembros de un mismo estrato –problemas de cartel, los llamaríamos hoy- o, los más frecuentes, entre los representantes del poder religioso y el terrenal.
Todo el pueblo tomaba parte, y el gremio de los artesanos tenía su lugar específico. En el caso de los orfebres, tenían además la función (obligatoria bajo pena de arresto) de confeccionar esta especie de armaduras de plata labrada con las que luego bailaban los danzantes. También tenían que reclutar los diez o doce indígenas que iban a realizar el baile, y que iban a soportar el peso de los veinticinco kilos que tenía solamente la capa. Convocada en carácter obligatorio a participar de estas festividades, la comunidad indígena era integrada entonces a este teatro simbólico. Vale aclarar que los gremios de artesanos estaban compuestos en la mayoría de los casos (en Buenos Aires esto fue bastante distinto) por aborígenes o mestizos.
Asimismo, era grande también la cantidad de esclavos de origen africano que existían por aquel entonces en los virreinatos, con lo cual estamos ya ante una diversidad étnica y cultural en la sociedad altoperuana (y americana toda) que no se repetía en España, asimilado o barrido como se encontraba, ya, el elemento morisco.
No es un exceso de suspicacia advertir que los kilos de plata mineral que recamaban estos trajes, estaban directamente relacionados con exhibir la fuente primordial de riqueza local… y metropolitana, en consecuencia. Seguramente un “tributo” a Dios y una demostración de poder a los hombres.
Pero quiero detenerme en un punto interesante, que es toda la mistura cultural que nos dejó esta historia americana nuestra. Mucho más allá de leyendas negras o rosadas, revisadas ya por demás, y limitada como me resulta toda lectura unívoca de cualquier hecho, lo cierto es que en el proceso de colonización, España reformula algunos elementos culturales indígenas y los hace aptos para el “consumo”. En otros casos, podemos pensar, hace la vista gorda. Lo hace en su propio beneficio, podemos decir; o para lograr sus fines de dominación, también; pero es innegable que esto existió. Que desde el siglo XX se hable de un Barroco Americano es un ejemplo de ello.
Y otro es que muchos de los bailes que llevaba a cabo la población aborigen en la época de dominación, si bien eran impuestos por los propios españoles, a veces estaban estrechamente relacionados con haceres prehispánicos. E imaginamos que siempre se filtraba en estos bailes un aire ancestral, autóctono. Y es que la danza revestía, para los americanos y también para los africanos, un carácter ritual de importante trascendencia cosmogónica. Los bailes representaban, invocaban, pedían y exorcizaban. Fertilidad, buenas cosechas, clima propicio, sanación, un buen tránsito hacia el otro mundo. Por lo cual el hecho de bailar resultaría tan conocido, liberador y seguramente satisfactorio para estos grupos, que puede suponerse que los ayudaba a mantener un lazo vital con su visión del Universo, interdicta por la cultura colonizadora.
Prueba de ello es el miedo visceral que les producían a las autoridades virreinales los bailes y danzas propios de los indígenas, presos de la paranoia paganista, como es sabido que estaban. De hecho, la muestra de los Danzantes de la Luz que exhibe el Museo Etnográfico, comienza o termina –comenzar un recorrido por la derecha es un vicio de museólogo- con un video del año 2001. En él, vemos un grupo de habitantes de la localidad boliviana de Jalq´a, una pequeña población rural, danzando con trajes casi idénticos a los antiquísimos que se exhiben en el Museo. Dos diferencias notables los separan a unos de otros. Una es de contenido. La otra es material.
La primera es que ahora esas danzas se llevan a cabo para pedir o conjurar la fertilidad del ganado…
Y la segunda es que la relumbrante plata potosina es reemplazada hoy por chapa u hojalata, a veces proveniente de latas de comestibles…
Reflexión final: la plata en los museos, testimonio de lo que fue, trascendiendo cuanto de cruel o arbitrario pudo esto haber tenido, si es que hemos aprendido lo suficiente como para no volver a repetirlo…
Y las personas danzando, creyendo, invocando, respetándonos.
Esta muestra puede visitarse en el Museo Etnográfico, Moreno 350, CABA, de martes a viernes de 13 a 19hs, y sábados y domingos de 15 a 19hs
eres groso, Marianus
ResponderEliminarNada de eso Talianitus... pero se agradece el cumplido. Sólo soy un ávido fagocitador de cultura, arte y fenómenos históricos. Sólo eso
ResponderEliminarAbrazo amigo