Dentro del museo, sin embargo, esperan no menos estímulos.
En la sala principal, dividida en dos niveles y con las condiciones expositivas reglamentarias, se despliega el guión curatorial, que tiene un eje estilístico.
Trascendidos los tres Sívoris colgados en el acceso - aceptables por la promesa de lo que vendrá- somos recibidos por un elefante blanco: una escultura hiperrealista de bronce, firmada por un Lucio Fontana de 1943. Suena raro relacionar esta figura naturalista con la obra de uno de los pioneros del arte conceptual, pero esto mismo resulta ya atrayente y particular. Enfrente y a unos pasos, le da la espalda un Yrurtia desmembrado y tan acéfalo como la Victoria de Samotracia, con el que el Fontana establece un diálogo interesante.
Siguiendo el recorrido, Cúnsolo, March y Pacenza atrapan con sus arquitecturas geometrizadas y deshabitadas, llenas de una soledad que las vuelve orgullosamente metafísicas. Pintura generadora de innegable pathos, circunscribirla a la categorización de “Pintores de La Boca” se torna insuficiente. Hay aquí un know how y una intencionalidad que quedan asfixiados en el envase costumbrista.
Con todo el esplendor de su belleza y el peso específico de la monumentalidad, los Chacareros de Berni despliegan su mole ínclita en un lugar clave del recorrido. Se los ve al entrar, al bajar al desnivel, al salir. Casi como en una metáfora, ganaron su sitio en el museo al hacer un viaje de vuelta desde el despacho de un funcionario en el Concejo Deliberante, hasta donde hoy están, omnipresentes. Nada tan berniano como el acto de recuperar patrimonio público de las garras de un ego y portarlo en andas hacia la exhibición pública. Bajo el óleo, el entramado se llena de un plus de significado.
Más del Grupo de París con las desgarradas y fantasmales mujeres de Forner, la frescura de Pisarro y el inquietante hieratismo de las Figuras de Spilimbergo, que intimidan el ojo con sus rasgos de catedral florentina, tan misteriosos que trascienden el aburrimiento monocromo. Aquí el discurso pasa por otro lado.
Y en lo que puede funcionar como una coincidencia o como un sensible acierto museográfico, al lado, la Pietá de Guttero se roba el muro todo con un Cristo de cuello dislocado asistido fríamente por una Virgen vestida de monja, mientras dos ángeles rubios y no demasiado compungidos inclinan sus cabezas de yeso cocido sobre madera. Obedeciendo a un humor particular, claro, podríamos pensar hoy que la belleza como concepto se resume en ésta imagen.
La absoluta modernidad de Guttero, materializada en asombrosas reinterpretaciones de temas “anticuados” en su época, resulta una posible clave del auge que tiene este artista desde los últimos quince años. Hoy lo religioso y lo místico están de moda, pero en 1930 suponían el riesgo de ser tildado de antimoderno. Nadie como él para patear el tablero.
Con aspectos del expresionismo alemán y del arte de propaganda comunista, despliegan su tragedia los grabados de Hebequer y Bellocq: arte político, social, denunciador de injusticias y desigualdades, entronca con su pesimismo y la oscuridad de la atmósfera, con ciertos aspectos de Dix y Grosz antes de la Nueva Objetividad. Pero con la severidad blanca y negra de la xilografía y el aguafuerte.
Enfrente, la Señorita con abanico verde de Pettorutti nos seduce con el prestigio de su antigua modernidad. Más allá de la solidez que nos regala la imagen, de su preciosidad esencial, de la geometría limpia y cautivante, el peso simbólico de este artista y su lugar fundacional en el arte argentino, le otorgan talla mítica y aura de santidad. A ver si el arte en sí no es en buena medida eso: capas de significado y plusvalía adosados desde lo fenomenológico, los lugares apropiados, la anécdota del artista.
Un Del Prete rosa, hermosamente matérico y tardío juega a la abstracción lírica con ecos de Kandinsky, mientras que más allá los madíes y perceptistas trascienden el marco de la obra desintegrando el rectángulo en polígonos imposibles…
Acaso surja la pregunta de cómo el Museo Sívori (antiguamente Museo Municipal de la Ciudad de Buenos Aires) formó su valiosa colección. Caso que sí, aquí va la respuesta: a través de los llamados Premios Adquisición, otorgados por el Salón de Artes Plásticas Manuel Belgrano que - con otro nombre- desde 1933, viene premiando a los artistas locales, que deben donar la obra premiada al museo que lo organiza.
Empero, hay un punto que resulta tan llamativo que no puede desatenderse: en las disciplinas que premia el Sívori, encontramos pintura, escultura, dibujo, grabado y monocopia. ¿Dónde está entonces el innegable lugar que tienen hoy (un hoy de décadas) la fotografía, la instalación, el videoarte, el arte tecnológico?
Y es que no están. No en el Sívori. Y su ausencia –debidamente consultada- no resulta de una política retrógrada tomada volitivamente por la administración institucional, sino de desoídos reclamos por indiferencia, por lucha de egos personales, por cortedad de miras, por canibalismo entre disciplinas y temáticas.
También hay una lógica de base en la ausencia de nuevos lenguajes en el Salón Belgrano: el escuetísimo y anacrónico premio de 5 mil pesos, que resulta más insuficiente aún para un artista que trabaja con tecnología. La actualización del monto del premio es, también, otra plegaria desatendida.
A la vez, mientras que un colectivo de artistas jóvenes encabezado por Nahuel Vecino le proponen al Sívori trabajar sobre la resignificación de losmaestros del siglo XX argentino; otros piensan en licuar éste museo y sus ecos del pasado, cayendo en el desacierto de confundir síntesis con historicismo; y aplicando el tan argentino método de la sustitución, en lugar del de la sumatoria. Miedo de no ser suficientemente modernos.
Kill your idols.
El Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori está situado en la Av. Infanta Isabel 555 (frente al puente del Rosedal de Palermo), y su horario es de martes a viernes de 12 a 20 hs, y sábados, domingos y feriados de 10 a 20 hs. Mi más caro agradecimiento a Laura Quesada, del área de Prensa, por su gestión y profesionalismo.